Receptáculos del conocimiento

miércoles, 12 de mayo de 2010

El Conde Saint-Germain



El Conde Saint-Germain

Por Eliphas Levi (Alphonse Louis Constant)

El siglo XVIII sólo creía en la Magia, y esto se explica porque las vagas creencias son la religión de las almas que carecen de fe verdadera. Se negaban los milagros de Jesucristo y se atribuían resurrecciones al Conde de Saint-Germain. Este personaje excepcional fue un teósofo misterioso a quien se consideraba dueño de los secretos de la Gran Obra, y de la fabricación de diamantes y piedras preciosas. En cuanto al resto, era un hombre de mundo, agradable en su conversación y de modales muy distinguidos. La señora de Genlis, que el trató casi diariamente en su juventud, dice que hasta sus representaciones de gemas en cuadros tenían un fuego y un brillo naturales, cuyo secreto ningún químico ni pintor pudo adivinar. No subsiste ninguno de sus cuadros y sólo puede suponerse que se las ingenió para fijar la luz en la tela o empleó un preparado de madreperla, o una cobertura metálica.
El Conde de Saint-Germain profesaba la religión católica y cumplía sus prácticas con gran fidelidad. No obstante esto, hubo informes de invocaciones sospechosas y extrañas apariciones; también afirmaba poseer el secreto de la juventud eterna. ¿Esto era misticismo o locura? Sus relaciones familiares eran desconocidas y cuando se le oía hablar de acontecimientos pasados daba la impresión de haber vivido muchos siglos. Poco decía sobre todo lo relacionado con el ocultismo, y al pedírsele que impartiera los beneficios de la iniciación, pretendía no saber nada sobre el particular. Escogía a sus discípulos, les exigía obediencia pasiva y luego les hablaba de una realeza a la que habían sido convocados, realeza de Melquisedec y Salomón, realeza de iniciación, que es al mismo tiempo un sacerdocio. "Sed la antorcha del mundo", decía. "Si vuestra luz es sólo la de un planeta, nada seréis ante la vista de Dios. Os reservo un esplendor, del cual el fulgor del sol es una sombra. Guiaréis el curso de las estrellas y gobernaréis a quienes rigen imperios".
Estas promesas, cuyo significado pueden entender muy bien los verdaderos adeptos, han sido registradas, si no con estas palabras, por el autor anónimo de una Historia de las Sociedades Secretas en Alemania y evidencian la escuela iniciática con que estuvo relacionado el Conde de Saint-Germain.
El Conde de Saint-Germain nació en Lentmeritz, Bohemia, a fines del siglo XVII. Fue hijo natural o adoptado de un rosacruz llamado Comes Cabalicus —el Compañero Cabalista— ridiculizado bajo el nombre de Conde de Gabalis por el infortunado Abate de Villars. Saint-Germain jamás habló de su padre, pero menciona que llevó una vida de desterrado y vagabundo, en una región boscosa, teniendo a su madre por compañía. Esto ocurrió a los siete años de edad, lo cual sin embargo debe entenderse simbólicamente pues se trata del término del iniciado cuando es promovido al Grado de Maestro. Su madre era la ciencia de los adeptos, y el bosque, dentro del mismo género de lenguaje, significa los imperios carentes de civilización y luz verdaderas. Los principios de Saint-Germain eran los de la Rosa-Cruz, y en su propio país estableció una sociedad de la que luego se separó cuando prevalecieron doctrinas anárquicas en las sociedades que incorporaron nuevos adherentes de la Gnosis. Por eso fue exonerado por los hermanos, quienes le acusaron incluso de traición, y diversos memoriales sobre el iluminismo parecen sugerir que fue emparedado en las mazmorras del Castillo de Ruel. Por el otro lado, la señora de Genlis nos cuenta que murió en el Ducado de Holstein, cautivo de su propia conciencia y terrores sobre la vida del más allá. En uno u otro caso es cierto que desapareció súbitamente de París, sin saberse con exactitud hacia dónde, y que sus compañeros de iluminación permitieron que el velo del silencio y del olvido cayese lo más posible sobre su recuerdo.
La asociación que fundó bajo el título de San Jakin —convertida en San Joaquín— continuó hasta la Revolución; entonces se disolvió o transformó como tantas otras. A ella se refiere un folleto contra el iluminismo: deriva de una correspondencia de Viena y, aunque vale la pena reproducirlo, no hay nada que pueda denominarse cierto o auténtico en ese escrito.
"Debido a su presentación, tuve una cordial bienvenida de parte de M.N.Z. quien ya había sido informado de mi llegada. Aprobó mucho lo de la armónica. Primero me habló de ciertas pruebas, pero no entendí nada de esto; sólo más tarde pude captar el significado. Ayer, al anochecer, le acompañé a su casa de campo, dotada de bellos terrenos. Tiene templos, grutas, cascadas, laberintos y cuevas que forman un vasto panorama de cosas encantadoras; pero lo que más me desagradó fue un gran terreno rodeado por un elevado muro; más allá hay un panorama maravilloso... Yo había traído mi armónica, a pedido de M.N.Z., con la idea de tocarla durante unos pocos minutos en un sitio señalado y al recibir una señal convenida. Una vez recorrido el jardín, me llevó a un cuarto ubicado frente a la casa y me dejó allí, con cierta prisa y bajo un pretexto trivial. Era muy tarde; no regresaba: empecé a sentir cansancio y ganas de dormir cuando me interrumpió la llegada de siete carruajes. Abrí la ventana pero, como era de noche, no pude ver nada; me desconcertó el cuchicheo quedo y misterioso de quienes parecían ingresar en la casa. Me dormí y habría transcurrido una hora cuando me despertó un criado enviado para conducirme llevando mi instrumento. Caminaba muy de prisa y delante de mí. Le seguí mecánicamente y oí el sonido de cuernos que parecía surgir de las profundidades de una cueva. En ese instante perdí de vista a mi guía y, siguiendo en dirección al lugar de donde procedía ese ruido, descendí por una escalera que llevaba a una bóveda de la que, para mi cabal asombro, salía un cántico funerario. Vi claramente un cadáver en un ataúd abierto.
"En un ángulo había un hombre de pie, con blanco ropaje cubierto de sangre; me pareció que tenía una vena cortada en su brazo derecho. Con excepción de quienes le rodeaban, todos los presentes estaban envueltos en largas vestimentas negras y armados con espadas. Por lo que pude apreciar en mi estado de terror, la entrada de la bóveda tenía huesos humanos esparcidos, amontonados uno sobre otro. La única luz que iluminaba ese lúgubre espectáculo era la de una llama, como la que produce el espíritu del vino.
"Como no estaba seguro de si había antecedido a mi guía, me retiré de prisa y le hallé buscándome unos pasos más allá; su mirada era lánguida, me tomó de la mano con cierta torpeza y me llevó hasta un jardín singular, donde empecé a pensar que había sido transportado mágicamente. Al principio mi imaginación se exaltó con el brillo producido por muchísimas lámparas, por el murmullo de cascadas, por el canto de ruiseñores mecánicos y por el perfume que parecía exhalarse por doquier. Yo estaba escondido detrás de una verde glorieta, ricamente decorada; hasta allí trajeron de inmediato a una persona desmayada, aparentemente la que ocupaba el ataúd en la bóveda. Muy perturbado por toda la escena, sin duda no advertí muchas cosas pero pude ver que la persona des-mayada volvía en sí tan pronto toqué la armónica; luego empezó a formular preguntas con muestras de asombro, diciendo: "¿Dónde estoy? ¿Cuál es esta voz?" La única respuesta fueron gritos jubilosos, acompañados de trompetas y tamboriles. Luego todos se lanzaron hacia el jardín y se perdieron rápidamente de vista. Todavía estoy azorado al escribir estas líneas; y si no hubiese tomado la precaución de tomar mis notas en el lugar, hoy consideraría esto como un sueño."
La parte más inexplicable de esta escena es la presencia de la persona no iniciada que narra la historia. Cómo la sociedad pudo arriesgar de esa manera la traición de sus misterios es una pregunta imposible de contestar, pero los misterios en sí pueden explicarse fácilmente. Los sucesores de los viejos rosacruces, modificando poco a poco los métodos austeros y jerárquicos de sus predecesores en la iniciación, se habían con-vertido en una secta mística, abrazando celosamente las doctrinas mágicas templarías, como resultado de lo* cual se consideraban únicos depositarios de los secretos revelados por el Evangelio según San Juan. Consideraban las narraciones de ese Evangelio como una secuencia alegórica de los ritos ideados para completar la iniciación, y creían que la historia de Cristo debía realizarse en la persona de cada uno de los adeptos. Además, contaban una leyenda gnóstica, según la cual el Salvador, en vez de ser inhumado en la nueva tumba de José de Arimatea, luego de amortajado y perfumado, había resucitado en casa de San Juan. Este era el supuesto misterio que celebraban con el son de trompetas y armónica. El Candidato era invitado a ofrendar su vida y era realmente sometido a una sangría que le provocaba el desvanecimiento. A este desvanecimiento se lo llamaba muerte, y al volver en sí, la resurrección era celebrada en medio de gritos jubilosos. Las variadas emociones producidas, los escenarios y los giros de la imaginación, fúnebres y brillantes, debían impresionar permanentemente la mente del candidato, volviéndole fantástico y lúcido. Muchos creían que tenía lugar en ellos una resurrección real y se convencían de no estar más sujetos a la muerte. De esa manera los jefes de la sociedad tenían al servicio de sus proyectos ocultos el instrumento más formidable, o sea la locura, y se aseguraban de parte de sus adeptos la devoción ciega e incansable que la sinrazón produce más a menudo y con mayor seguridad que la buena voluntad.
La secta de San Jakin fue, por tanto, una orden gnóstica empapada con las ilusiones de la Magia de la Fascinación; surgió de los rosacruces y los templarios; y su nombre particular fue uno de los dos nombres —Jachin y Boaz— grabados en las dos columnas principales del Templo de Salomón. En hebreo la letra inicial de Jachin es Yod, letra sagrada del alfabeto hebreo, y también la inicial de Jehová, nombre divino, velado realmente para los profanos bajo el de Jachin, de donde deriva la designación de San Jakin. Los miembros de esta orden eran teósofos, imprudentemente adictos a los procedimientos teúrgicos.
Todo lo dicho sobre el misterioso Conde de Saint-Germain apoya la idea de que fue un médico diestro y un químico distinguido. Se dice que sabia cómo fundir los diamantes sin que quedasen vestigios de la operación; también podía purificar piedras preciosas, convirtiendo a la más vulgar e imperfecta en otra de alto precio. El autor imbécil y anónimo que ya citamos le acredita esto último pero niega que jamás haya fabricado oro, como si no lo hubiese logrado al fabricar piedras preciosas. Saint-Germain también inventó, según la misma autoridad, y legó a las ciencias industriales, el arte de acordar mayor brillo y ductilidad al cobre, otra invención suficiente para comprobar la fortuna de quien ideó esto. Logros de esta índole nos hacen perdonar al Conde de Saint-Germain por sus relaciones con la reina Cleopatra y por sus charlas familiares con la reina de Saba. Por lo demás, era galante y de buen temperamento; los niños le querían y se divertía regalándoles deliciosas golosinas y juguetes maravillosos; era morocho y de baja estatura, vestía ricamente y con gran gusto, y cultivaba todos los refinamientos del lujo. Se dice que era recibido familiarmente por Luis XV, enfrascándose con él en conversaciones sobre diamantes y otras piedras preciosas. Es probable que este monarca, enteramente gobernado por cortesanas y entregado al placer, cediese más bien a un capricho de curiosidad femenina que a una seria preocupación por la ciencia cuando invitaba a Saint-Germain a ciertas audiencias privadas. El Conde era la moda del momento, y se trataba de un Matusalén amistoso y joven que sabía cómo combinar la charla mundana con los éxtasis de un teósofo; por eso hizo furor en ciertos círculos aunque fue reemplazado rápidamente por otras fantasías. Así es el mundo.
Se dice que Saint-Germain era el misterioso Althotas, Maestro de Magia de otro adepto de quien estamos a punto de ocuparnos y que tomó el nombre cabalístico de Acharat. Esta suposición carece de fundamento, como lo veremos a su debido tiempo.
Cuando el Conde de Saint-Germain era así solicitado en París, re-corría el mundo otro adepto misterioso, que reclutaba apóstoles para la filosofía de Kermes. Era un alquimista llamado Lascaris, y se declaraba archimandrita oriental, encargado de recoger óbolos para un convento griego. La diferencia consistía en que, en vez de pedir dinero, Lascaris parecía ocuparse, por así decirlo, en sembrar su sendero con oro y dejar detrás de sí su huella por dondequiera fuese. Sus apariciones eran sólo momentáneas y muchos sus disfraces; aquí era un anciano y, en el siguiente lugar, un joven. Por su parte, no fabricaba oro en público, pero hacía que lo fabricasen sus discípulos, entre quienes dejó al partir una pequeña cantidad de polvo de proyección. Nada se halla mejor establecido que las transmutaciones de estos emisarios de Lascaris. Luis Figuier, en su erudita obra sobre los alquimistas, no cuestiona su realidad ni su importancia. Ahora bien, en física sobre todo, no hay nada más inexorable que los hechos y por ende debe sacarse en conclusión de éstos que la Piedra Filosofal no es una cuestión de ensoñaciones, si la vasta tradición ocultista, las antiguas mitologías y las serias investigaciones de gran-des hombres de todos los tiempos no bastan para establecer su existencia real. Un químico moderno, que no dejó de publicar su secreto, llegó a extraer oro de la plata mediante un procedimiento ruinoso, pues la plata que sacrificó no produjo en oro más que la décima parte de su valor, o algo así. Agrippa, que jamás consiguió el disolvente universal, era no obstante más afortunado que nuestro químico, pues obtuvo oro equivalente a la plata empleada en su procedimiento y por ello no perdió su trabajo en absoluto, si emplearlo en indagar los grandes secretos de la Naturaleza puede llamarse pérdida.
Empeñar a los hombres con el señuelo del oro en una búsqueda que los condujese a la filosofía absoluta parecería haber sido el fin de la propaganda conectada con el nombre de Lascaris; la reflexión sobre los libros herméticos llevaría necesariamente a quienes los estudiasen hacia el conocimiento de la Cabala. De hecho, los iniciados del siglo XVIII juzgaron que había llegado el tiempo: unos para fundar una nueva jerarquía, otros para subvertir la autoridad y establecer en las cimas del orden social el nivel de la igualdad. Las Sociedades Secretas enviaron exploradores por todo el mundo para sondear la opinión y, si era necesario, despertarla. Luego de Saint-Germain y Lascaris vino Mesmer, y a éste le sucedió Cagliostro. Saint-Germain fue el embajador de los teósofos iluminados, y Lascaris representó a los naturalistas apegados a la tradición.